Hoy, mientras reparaba unos viejos escudos de placaje que llevamos usando en el club al menos desde 2014 me invadió la nostalgia. Son piezas desgastadas, con cicatrices de tantos entrenamientos y partidos. Quizás antes incluso pertenecieron a otro club, pero ya estaban allí cuando yo llegué, casi por casualidad, a formar parte de esta familia llamada rugby.
Estos escudos han recorrido tantos campos en Huelva como nosotros: Cartaya, San Bartolomé, Aljaraque, Corrales, Isla Cristina, Punta Umbría, Moguer, Huelva… Y en cada lugar han sido testigos silenciosos de golpes, sudor, aprendizajes y risas compartidas. Este año probablemente compremos unos nuevos, pero estos seguirán con nosotros. Aprender a reparar lo viejo nos enseña a valorar lo nuevo.
Cuando llegué no sabía nada de rugby: ni del juego ni de su comunidad ni de sus valores. Y sin embargo, más allá de lo deportivo, este deporte me ha hecho crecer como persona. Me ha enseñado a valorar y mantener cerca a la buena gente. Gracias al rugby he conocido, y sigo conociendo, personas increíbles. Personas que dejan huella y que han abierto mi mente de una manera que no sé bien cómo explicar.
Por eso sigo aquí. Por eso invierto mi tiempo como presidente del club y organizador de la liga amateur. Porque creo que el rugby debe ser accesible, cercano y compartido. Porque más allá de ser un deporte, es también una experiencia extraordinaria, de esas que todo el mundo debería probar al menos una vez en la vida.
El tiempo pasa, los materiales se desgastan, pero los valores y las personas permanecen. Ese es, quizás, el verdadero regalo del rugby.
Rober R.R.